A lo largo de mi vida el dolor creció en mi interior: el abandono por parte de mi madre biológica; la llegada a un entorno de adopción marginal en donde se daban cita la prostitución y las pobrezas cultural, social y personal; el maltrato psicológico y emocional que sufrí en ese entorno por quien podría haber sido algo así como mi hermano mayor; la no identificación de roles como el de padre, porque no existía, o el de madre, porque no se ejercía; una potente tartamudez y la burla por parte de compañeros de clase y de algunos maestros. Este fantasma, al igual que el minotauro del mito griego, iba creciendo, oculto en el laberinto que se constituía mi interior.
Pasaron los años, el minotauro creció conmigo, cada vez más oculto, dentro de mí y haciéndome sufrir.
Nunca hice daño a nadie ni he causado problemas, más bien al contrario, una constante en mi vida ha sido la implosión. Sufriendo en soledad un dolor agudo y profundo que nunca llegué a identificar. Daba igual que consiguiera logros académicos, físicos o profesionales, daba igual que las personas de mi entorno me apreciaran, daba igual que me demostrara a mí mismo que merecía la pena, que era alguien digno de respeto y de cariño.
Cada vez que los alcanzaba mis sueños, éstos perdían todo su valor y el vacío se hacía de nuevo presente, voraz, insaciable.
En este proceso, ya con 34 años, me encontré con la mujer que hoy es mi esposa y que fue el primer agente de resiliencia que hice consciente, con su apoyo y con terapia comencé un camino de sanación que llega hasta el día de hoy y que creo que durará toda mi vida.
El primer paso fue poner nombre e identificar el dolor que tenía en mi interior, de esta manera comencé un camino a través del laberinto en dirección al minotauro. Cuando lo conocí me resultó enorme y temible, al verlo tan grande entendí que ese encuentro no habría sido posible antes: reconocer tanto dolor me habría hecho aún más daño del que ya me había provocado. Es muy duro reconocer que mi infancia, adolescencia y buena parte de mi juventud han sido fuente de dolor: no he pertenecido a una familia sino a un grupo humano formado por personas que sobrevivían en un mundo hostil y sin apenas recursos para enfrentarlo, y que algunas de esas personas volcaban sobre mí su frustración y rabia.
De esta manera, el primer encuentro con mi dolor no fue precisamente motivo de alegría, aunque sí de liberación. Yo buscaba la paz, y aún no la había encontrado.
Los últimos pasos en mi terapia los he encaminado hacia la búsqueda de los tutores de resiliencia que me ha regalado la vida. La primera tutora de resiliencia fue María, mi tata, persona que me crió mientras mi madre trabajaba. Me sentí querido incondicionalmente por ella y ese amor me ayudó a soportar lo que vivía, así como posteriormente a no caer en la desesperación y en el autoabandono. Descubrirla como tutora de resiliencia fue la llave que me permitió descubrir otros tutores y tutoras que me han ayudado a llegar hasta el momento presente. De alguna manera, esos tutores conforman el hilo con el que he podido salir del laberinto y no caer en la desesperanza que me provocaba estar en presencia constante con el minotauro. Sin embargo, y a diferencia del mito griego, no tengo intención de matarlo, entre cosas porque no es posible: lo vivido, vivido está. Con el hilo de resiliencia espero entrar en el laberinto y visitarlo, acompañando, entendiendo y aceptando su rabia… tiene derecho a la rabia y a la tristeza, tiene derecho al dolor: tengo derecho a la rabia, a la tristeza, tengo derecho al dolor.
En fin, espero que esta experiencia me ayude a seguir acompañando conscientemente los dolores y las desesperanzas de tantos chicos y chicas que también sufren situaciones e historias difíciles, convirtiéndome así en otro tutor de resiliencia.
*Título inspirado en Santa Teresa: El Castillo Interior
Marco Antonio Manota
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Conocí a Marco en una Jornada para Familias Adoptivas. El tema era cómo gestionar las posibles diferencias entre el hij@ soñado y el hij@ real. En un momento dado hablamos de la necesidad de hacer un duelo por ese hijo soñado y ofrecí algunas técnicas para elaborar la posible rabia, frustración, dolor, etc. que podría estar provocando esa realidad. Cuando pedí una persona que saliera voluntaria para practicar, se ofreció Marco. Lo sorprendente para mí fue que cuando le pregunté qué quería trabajar me dijo que la tartamudez. Yo esperaba que me hubiera mencionada alguna de las emociones de las que habíamos estado hablando, pero decidí seguir adelante con el tema que él había propuesto.
Ese fue el principio de una interesante y enriquecedora relación terapéutica con Marco, en la que él tomó conciencia de cómo la tartamudez estaba relacionada e imbricada con su propia experiencia de persona adoptada, que había sufrido no sólo abandono y adversidad en su infancia temprana, sino también mucho después a lo largo de su vida. En el tiempo que llevamos trabajando, hemos ido desbrozando el camino y encontrado tutores de resiliencia que hasta ahora le habían pasado desapercibidos, como la tata que cuidó de él cuando era pequeño. Hemos hecho pequeños y grandes descubrimientos sobre cómo gestionar su vida y la de su propio hijo, también adoptado; cómo fluir en la vida para fluir con el habla… En fin, una gran experiencia, siempre enriquecedora para mí trabajar con Marco. Por eso le pedí que compartiera sus vivencias con los lectores de este blog, porque estoy segura que sus vivencias y su forma de expresarlas serían de ayuda para otras personas. Gracias, Marco, por tu generosidad al hablarnos desde tu laberinto interior, que cada vez es menos laberinto y más camino de sabiduría.
Para quien no conozca el Mito del Minotauro que menciona Marco, podéis leerlo pinchando encima del texto.
Marga Muñiz Aguilar